Sergio Rojas
Podría decirse que el proyecto de Máximo Corvalán titulado “Bestia Segura” (consistente en tres obras expuestas en distintas galerías de Santiago en el transcurso del 2001) es una investigación sobre ciertas dimensiones de la condición del sujeto en el contexto de la transición política chilena. Corvalán trabaja principal y recurrentemente con la ambigüedad, que en este caso resulta ser constitutiva del sujeto en el marco de lo que podríamos denominar como la democracia en la época de la técnica. Para esto, el artista opera con el principio de la vigilancia y, objetualmente, con dos de sus dispositivos más eficientes: el panóptico y el sistema de circuito cerrado. En efecto, en las actuales circunstancias, tanto locales como internacionales, en las que la “paranoia” interior característica de la individualidad moderna es especialmente estimulada por la prensa, la vigilancia se traduce casi como de inmediato en “seguridad” para los individuos. Se transforma en un valor y en un bien que las personas exigen y por el cual están dispuestos a pagar altos costos de todo tipo. Tal exigencia “ciudadana” proyecta la existencia de un lugar que se constituye como una especie de no-lugar, en cuanto que lo que se le encarga es la articulación de una cierta totalidad.
El interés de Corvalán por los dispositivos de vigilancia va mucho más allá del malestar que éstos provocan en el espacio humano, pues investiga en qué sentido tales dispositivos resultan ser productores y articuladores de ese mismo espacio. El desarrollo de la trilogía “Bestia Segura” supone por lo tanto, esencialmente, un especial interés en los efectos que esos dispositivos producen en las subjetividades. Los individuos puestos al tanto de los sistemas de vigilancia se encuentran seguros, esto es, al cuidado de “alguien” que los vigila permanentemente, que los inspecciona, que los escudriña, una especie de ojo insomne que vela por el común de los mortales. Violencia pacificadora. He aquí la fuente de los sentimientos encontrados que generan los dispositivos de vigilancia pues, tal como aquí lo desarrollamos, el énfasis no recae sobre los individuos vigilantes propiamente tal, sino sobre los sistemas que objetualmente les sirven de soporte, en la medida en que se trata de una vigilancia sostenida. Los dispositivos panópticos producen el efecto de incorporar la figura del observador en la subjetividad del observado, hasta el momento en que ésta termina constituyéndose a partir de aquélla. Tenemos aquí un punto muy interesante.
La vigilancia acontece plenamente en el campo de la apariencia; de hecho sus dispositivos apuntan precisamente a eso: hacer aparecer. En este sentido el panóptico cumple una función esencialmente disciplinante (de allí que Foucault viera en el panóptico la figura arquitectónica emblemática de la disciplinante sociedad burguesa), opera pues en el ámbito de la exterioridad. En este plano la vigilancia parece recaer sobre los comportamientos, antes que sobre la voluntad o los deseos, pertenece por lo tanto a los aparatos del poder en el contexto de una sociedad secularizada, en el sentido de que la vigilancia de la que hablamos pertenece a la época de la razón. Es decir, en principio el cuerpo aparece sólo como el medio para operar sobre la conciencia, sin embargo lo que descubrimos muy pronto es el hecho de que el núcleo de la conciencia como soberanía resulta indiferente para una estética de la vigilancia. Su objeto propiamente tal son los rituales corporales como rituales de la verdad: lo que cae bajo la mirada es el comportamiento social de los individuos, no su comportamiento mental, interior. Sin embargo, esta sujeción exterior tiene efectos insoslayables en la constitución de la “interioridad” subjetiva.
Es precisamente la operación antes señalada la que viene a producir antes que un desmantelamiento, mas bien una suerte de intensificación de la subjetividad: la interioridad auto vigilante. Se trata de una producción estética de la subjetividad como sustracción de la conciencia desde lo exterior y social hacia la dimensión de la interioridad como no-lugar, de manera que lo privado no tiene ya espacio en este mundo, o por lo menos ha dejado de ser un valor al lado del valor de la seguridad del individuo. Pues el peligro viene del individuo, lo amenazante está en el individuo, en su interioridad, en su reserva, como una amenaza que podría ser delatada por cualquier comportamiento “sospechoso”.
Los dispositivos de vigilancia forman parte del entorno, del paisaje “natural” de los ciudadanos. Espejos en los bancos, en los ascensores, pequeñas cámaras de circuito cerrado, las rondas policiales, esos ciclistas en el centro de la ciudad que hacen parecer que la vigilancia es algo así como un nuevo deporte, etc. La silla de playa de Corvalán es la silla del vigilante, del salvavidas. En la instalación de Galería Metropolitana, titulada “Alguien vela por ti” (Junio), la silla se articula objetualmente con los sacos de arena y una proyección sobre el muro del recorrido de un automóvil registrado desde el interior del mismo. El espacio exhibe una especie de “zona de catástrofe” en estado permanente, y quizá éste sea precisamente el efecto más interesante: los objetos allí dispuestos y ambiguamente relacionados sugieren un espacio humano en estado de alerta permanente, una situación de emergencia en la que el paisaje cotidiano se articula estéticamente desde la inminencia del peligro, se trata por lo tanto de una interioridad que se constituye desde un “afuera” que lo amenaza desde adentro. El resultado es implacable: en el intento de no dejar nada afuera (aquella oscura alteridad desde donde podría provenir la bestia), todo queda afuera. En esa oportunidad, entrar a la sala de la Galería era casi como salir hacia un espacio exterior.
En la exposición que Corvalán realizó en Galería Balmaceda 1215 (Julio), titulada “Obediencia Debida”, el protagonista es un pequeño ratón blanco, un ratón “de laboratorio”. El alambicado sistema de tubos en cuyo interior se encuentra el animalito nos sugiere de hecho que ha sido sometido a algún tipo de experimento a cuyo desarrollo estamos asistiendo. Sin embargo, lo que en sentido estricto el artista ha hecho es reproducir a escala y artificialmente el “sistema” de vida del pequeño animal. Este hace naturalmente “lo suyo”, lo de siempre, pero lo que ahora ha ocurrido es que esa naturaleza deviene en un espectáculo total. Es como si el animal habitara al interior de un circuito cerrado, cuyo consabido poder de estetización hace que lo mismo sea ahora asunto de un concentrado interés. En la misma sala el artista Pablo Rivera había expuesto una obra que consistía en la reproducción igualmente artificiosa y alambicada de un hormiguero (“Fluidos”, 2000). Por lo tanto se ofrecía como espectáculo un sistema natural de vida animal, que al ser reproducido deviene artificial. La diferencia principal con respecto a la propuesta de Corvalán, más allá de las relaciones ya señaladas, consiste en que Rivera trabaja en esa obra la arquitectónica de los fluidos, en cambio en “Obediencia Debida” se trata de radicalizar la ambigüedad conceptual y visual de la mirada que se adentra hasta lo más recóndito e inaccesible del organismo humano con la finalidad de detectar cualquier anomalía o alteración interna que atente contra la vida, sin embargo el poder de los medios tecnológicos es tan impresionante que parecen igualmente aterradores. En el muro más próximo al habitar del ratón se proyecta un examen de endoscopía. El título de esta obra subraya precisamente esa aterradora neutralidad de los medios, en un sistema en donde todo podría devenir en un medio para un fin permanentemente aplazado y desconocido, y en donde el cuerpo humano es organizado desde un poder sin teleología. La interioridad del cuerpo es en cierto sentido producida en el sujeto precisamente por los artefactos y dispositivos de examinación. Un orden de ciega fatalidad se introduce en el cuerpo humano hasta constituirlo en la lógica de la obediencia “de vida”. Esto es el sistema de vida del ratón puesto en obra: un sistema de medios en donde los fines han sido expulsados. Absolutamente exteriorizado, triturada toda naturaleza hacia la lógica de los medios para la vida, el “sistema de vida” carece de todo sentido de trascendencia. El espectador asiste a un espectáculo fascinante, el que consiste en último término en su propia condición de espectador absoluto (algo de lo que ocurre cuando una persona permanece largo tiempo observando a una ardilla hámster en su jaula o a los peces en el acuario). A diferencia de lo que ocurría en la instalación “Alguien vela por ti”, en la que el visitante quedaba remitido a un acontecimiento ausente, posiblemente proveniente de un afuera para el cual se trataba de preparar, ahora se trata de una totalidad cerrada sobre sí en el medium de la mirada; en cierto sentido aquí nada podría ocurrir, no hay más que lo que vemos porque lo que vemos es todo: la mirada, pues, es el acontecimiento.
Poco antes de la serie “Bestia segura”, en el 2000, Corvalán había realizado un ejercicio que viene al caso comentar brevemente. Sobre un muro proyecta la imagen de una playa solitaria en cuyo centro observamos los restos de lo que reconocemos inmediatamente como la silla del salvavidas. Apoyada contra el mismo muro se encuentra una bandera roja de alerta para bañistas. El efecto visual que produce esta imagen es el de un espacio en ruinas, por lo que al menos visualmente se viene a confirmar la idea según la cual el espacio resulta tramado como totalidad desde el puesto de vigilancia, precisamente ese que aquí se encuentra en ruinas.
En Agosto del 2001 Corvalán inaugura la obra “Bestia segura” en la Galería Animal. Se trata de una cama a escala natural, hecha con tubos en cuyo interior habitan once pequeños ratoncillos blancos (los que en dos oportunidades durante el mes que duró la muestra, fueron “liberados” por anónimos visitantes). El envase que contiene el agua hubo de ser colgado a un costado superior de la cama, lo cual le daba el aspecto de una cama de hospital. En el interior de una de las esquinas de la cama hay una pequeña cámara que registra el ir y venir de los pequeños animales. La imagen se reproduce inmediatamente proyectada en uno de los muros de la galería. A una primera consideración podría decirse que ésta se relaciona mucho más estrechamente con la obra inmediatamente anterior que con la primera instalación en Galería Metropolitana. Sin embargo se trata, me parece, de una síntesis de ciertos motivos tanto visuales como conceptuales que han estado presentes en las dos exposiciones anteriores. La articulación del espacio humano, en conformidad con el principio de la vigilancia y el valor de la seguridad, significa no sólo la protección contra un potencial enemigo que podría estar “en cualquier parte”, sino que tal articulación en la medida en que opera en la subjetividad, contribuye decisivamente en la producción de ese “enemigo”. Los sistemas transforman el espacio en una sola interioridad, pero al no dejar nada afuera (excepto el lugar virtual desde donde se ejerce la vigilancia), esa interioridad total deviene pura exterioridad. Es en este sentido que no existiría una diferencia esencial entre el espacio citadino que opera como modelo de la instalación en Galería Metropolitana y la obra presentada en Galería Animal: podría decirse que en ambos casos la amenaza está adentro.
De hecho “Bestia segura” logra llevar a cabo algo que está insinuado en las objetualidades de las dos obras anteriores, se trata de la idea del “circuito cerrado”. En efecto, con respecto a “Obediencia debida” se repite la arquitectónica del “sistema de vida” dispuesto como espectáculo, sin embargo una novedad fundamental es el hecho de que la imagen proyectada reproduce “en directo” lo que está ocurriendo en el interior. Cabe detenerse en esta diferencia entre el panoptismo, como fenómeno de vigilancia irreductiblemente ligado a lo arquitectónico, y el sistema de “circuito cerrado” que produce el efecto de desmaterializar la arquitectura del espacio que se vigila en la medida en que se enfatiza el momento del registro simultáneo de lugares junto con el ingreso de la nimiedad de los acontecimientos en la imagen. Mediante este dispositivo las acciones quedan disponibles para otros fines aun indeterminados (pensamos en todo el “material” que resulta de las filmaciones en los Bancos, en los supermercados, en los ascensores, en el centro de la ciudad, etc.). Es decir, el “circuito cerrado” viene de alguna manera a radicalizar y a consumar el efecto estético del panóptico. Si en éste se trata de la desmaterialización del observador (incorporado en la propia subjetividad del observado), en el sistema de circuito cerrado se trata de la desmaterialización o irrealización del objeto observado. Esto es, por ejemplo, lo que el programa “Gran Hermano” transforma en producto de consumo: la imagen de lo mismo, con el sólo dato de que esto que ustedes están viendo está ocurriendo ahora. No estamos hablando de la seducción de la mirada por el hecho, sino de la seducción de la mirada por la mirada misma.
Seduce el acontecimiento observado. Seamos más precisos: seduce a la mirada el hecho de que los dispositivos técnicos son su cuerpo de atención y observación. En cada caso no es un ojo humano (interesado, intencionado, etc.) el que observa, sino una máquina de mirar. La finalidad de mirar “a través de” resulta al cabo totalmente superada por el hecho de que toda esa mediación que era la propia subjetividad (con sus intereses, sus expectativas, sus deseos, etc.) resulta anulada. He aquí lo fascinante. La seducción de observarse mirando es uno de los fenómenos que esta trilogía pone en juego.
En el mes de Enero del año 2000 el artista había expuesto en la Universidad Arcis la instalación “Orden y Fractura”. Una gran balsa hecha de maderos y cuerdas llena la sala. Una pequeña cámara situada sobre la puerta de ingreso y a espaldas de los visitantes registra todo lo que acontece en el interior lo cual es proyectado sobre dos de los muros. La imagen de la sala incluye, pues, la de la sala proyectada, produciendo un efecto de infinito que termina por hacer de todo esto una especie de exterioridad absoluta. Lo que de esta obra nos interesa poner en relación con la trilogía de la que ahora nos ocupamos es el hecho de que es precisamente desde una mirada des-sujetada que se articula el espacio. En cierto modo podría decirse que Máximo Corvalán no ha dejado nunca de trabajar sobre lo mismo: el poder y su dimensión estética, entendida ésta no como “estetización” del poder, sino aquella dimensión de la representación de las cosas (del espacio, del tiempo, del cuerpo propio y ajeno, etc.) en donde se forma la subjetividad de los individuos.
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