Sergio Rojas
“¿Adónde van ahora mismo estos cuerpos,
que no puedo nunca dejar de alumbrar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿Acaso se van?
¿Y a dónde van?
¿Adónde van?”
Silvio Rodríguez: A dónde van
El hecho culturalmente más poderoso, desde que existe lo humano sobre la tierra, ha sido la muerte. Las preguntas acerca del sentido de la existencia, la razón que se afana en resolver el sentido del devenir que transforma todo en contingente, la posibilidad de que exista algo inimaginable más allá de la finitud… son todas interrogantes que surgen ante lo que acaso cabe considerar como el acontecimiento paradójicamente más radicalmente material y, a la vez, espiritual de la existencia: la muerte. Los hitos arqueológicos más antiguos en la historia de la humanidad son en su mayoría tumbas. Entonces el cuerpo de quien ha muerto, el cadáver, resulta trascendido por el sentido cultural, social, personal, que en cada caso tiene la muerte. Es como si la muerte implicara no sólo la desaparición de quien ha muerto, sino en cierto sentido también la trascendencia de su cuerpo, en el ritual, en el canto funerario, en la resignación de los deudos que “acompañan” al difunto en este tránsito, en las conversaciones que rememoran lo que fue en vida.
La muerte misma no es, pues, necesariamente, desnuda fatalidad de la existencia humana asolada por su irreductible materialidad. Quien ha muerto ya no está entre los vivos porque ya no está allí en lo que fue su cuerpo. Esto que yace allí, todavía su cuerpo para nosotros, es lo que ha quedado cono cierre de lo que fue una vida. Sin embargo, ¿qué sucede en las situaciones de “muerte presunta”? ¿A qué atenerse cuando no existe el cadáver de quien ha muerto? ¿O cuando las identidades de los difuntos han sido separadas de sus cuerpos? Es lo que sucede con las personas “desaparecidas”. Por una parte, la identidad de la persona se desmaterializa y se disemina, en los relatos de quienes la recuerdan, en los archivos que consignan aspectos de los que fueron sus múltiples itinerarios, en las fotografías familiares, en los testimonios que aquellos que la vieron “aún con vida”. El desaparecido adquiere una presencia que trasciende el “aquí y ahora”. Pero, por otra parte, el cuerpo que no ha sido encontrado, que no aparece, va progresivamente materializándose, hasta que llega un momento en el que –habiendo pasado un tiempo desmedido y conociéndose siniestras circunstancias que le restan a esa muerte la condición de “presunta”- ya sólo se trata de encontrar su cuerpo que, aquí y ahora, yace en algún lugar. De un lado, entonces, el desaparecido vive en la memoria de quienes lo esperan, permanece en esas imágenes tal como era, por ejemplo, hace treinta o cuarenta años atrás. Por otro lado, se sabe que su cuerpo ha de ser en el presente lo que se denomina “un resto”, como en la expresión periodística “restos humanos fueron encontrados…”. Y he aquí que, de pronto, esos restos son encontrados (porque el cuerpo de quien ha desaparecido hace décadas sólo puede aparecer de pronto). El padre del artista estuvo así desparecido durante treintaiséis años.
El asunto planteado es tremendo. El cuerpo encontrado es lo que quedó de esa persona, pero lo que se tiene ahora es sólo un vestigio material; es decir, no es posible reconocer en ello a la persona que se recuerda. Se diría que esos restos humanos carecen de toda identidad, claro, de toda forma humana de identidad. ¿Son estos restos lo que una vez fue su cuerpo?
Desde finales de los años 80 hasta la actualidad los estudios del ADN (ácido desoxirribonucleico) han progresado significativamente, pudiendo llegar a determinar la identidad de restos humanos con un porcentaje de certidumbre de hasta un 99,9 %. La medicina forense tradicional sólo podía llegar a identificar los cuerpos de personas fallecidas cuando el tiempo que había transcurrido entre la muerte y el hallazgo del cuerpo era muy acotado. En el caso de cadáveres de larga data (no quedando ya vestigios de tejidos blandos), la antropología física, cuya investigación se concentraba en esqueletos, y luego la antropología genética, significaron un progreso enorme para el objetivo de identificar restos humanos. Más allá de las implicancias estrictamente científicas y policiales de estos avances, es complejo su impacto en nuestro imaginario de la muerte. En efecto, aquellos restos que el paso material del tiempo había transformado en algo radicalmente ajeno a la persona que se recuerda, siguen siendo su cuerpo.
Como sabemos, el procedimiento forense mediante determinación del ADN ha sido muy importante en las tareas de reconocimiento de los cuerpos de individuos que fueron víctimas del terrorismo de Estado. Desde la siniestra maquinaria policial de represión política se generaban inercialmente listas de perseguidos y luego listas de desaparecidos. Así, el modo policial de operar policial el Estado era ya una forma de borradura de la individualidad de las personas al ser estas subsumidas bajo adjetivos genéricos de peligrosidad (“subversivo”, “agitador”, “terrorista”). Luego[,] la misma muerte de los desaparecidos sería negada oficialmente.
“Proyecto ADN”, del artista Máximo Corvalán-Pincheira, no se limita a llamarnos la atención acerca de este procedimiento científico de identificación, sino que da lugar a una inquietante reflexión acerca de qué sea la identidad de una persona, considerando que lo que se supone es la irrepetible y extraordinaria singularidad de una vida humana podría ahora ser pesquisada en los restos de su cuerpo. Se trata, en efecto, de encontrar esa identidad en un orden de la realidad que está más allá de la biografía, de la memoria, de la historia; un orden de la realidad para el que no existe narrativa porque se inscribe en el tiempo de la materia. Sin embargo, esa insólita e inimaginable situación, a saber, el hecho de que miles de personas permanecieron desaparecidas durante décadas y en que la muda singularidad de sus cuerpos llegó a operar –en la mesa forense- como la seña vicaria de su personal identidad, nos remite también a otro orden de la realidad: el de la catástrofe social y política que agentes uniformados llevaron a cabo. La pregunta por la “causa de muerte” nos conduce entonces a distintos órdenes de realidad[,] conforme a los cuales [podría] ser respondida: víctimas de una insuficiencia física, de un arma homicida, de un oficio criminal, de un Golpe de Estado cívico-militar, de un conflicto social y político… El informe forense no admite como causa de muerte la catástrofe de una nación.
El denominado “perfil genético” consiste en un patrón de fragmentos cortos de ADN (short tandem repeats), ordenados en función de su tamaño y que son característicos de un individuo. En suma, el “individuo” es el resultado de una combinación irrepetible de variables. En cierto sentido, podría decirse que se ha encontrado esa singularidad irrepetible en una dimensión que está más allá de lo humano, una realidad bioquímica que tiene lugar más allá de aquello que cabe denominar como un mundo humano. Extraña singularidad despersonalizada. Cuando los “restos” comparecen más allá de todo posible reconocimiento personal, se le ha dado la palabra a la ciencia. Es lo que nos presenta el artista en “Proyecto ADN”.
En la sala de exposición el espectador asiste al espectáculo de treintaitrés pequeñas piezas hechas de fragmentos de huesos de resina y también humanos, atravesados cada uno por pequeños tubos de luz y suspendidos sobre un espejo de agua. Estando al tanto del tema que aquí se reflexiona, la escena tiene un viso de purgatorio. El sonido del agua que fluye contribuye a producir una atmósfera que invita al visitante a contemplar y recorrer este extraño paisaje, en donde lo artificial ha dado lugar a la naturaleza de un universo ajeno. En efecto, esos cuerpos que flotan en el aire son en verdad organismos (cabe hacer aquí esta diferencia): no reconocemos en ellos ojos, rostro, espalda, extremidades, una cabeza. Por el contario, han sido despojados de la posibilidad del reconocimiento. Entonces acaso no resulta descaminado pensar que “Proyecto ADN” nos enfrenta a una peculiar forma de nuda vida.
En el pensamiento político contemporáneo el concepto de nuda vida se ha utilizado para nombrar la condición en la que se encuentra la vida humana cuando ha sido despojada completamente de derechos, de tal manera que la vida afectiva, social, moral, intelectual del hombre queda reducida a sobrevivencia puramente orgánica, animal. Sin embargo he aquí, en este orden de la realidad en el que ingresamos en “Proyecto ADN”, en donde pensaríamos que se han borrado todas las señas de lo irrepetible, de lo inédito y de lo singular que es propio de una vida vivida, encontramos aún inscritas las huellas de la excepcionalidad de aquella existencia que un día fue. En los vericuetos bioquímicos del organismo, yace cifrada una “identidad”, aquello que permitirá saber a quién corresponden esos restos humanos. Este saber, auxiliado por la ciencia genética, tiene un sentido conclusivo sobre una búsqueda que esperaba desde hacía décadas ese “de pronto” que le pondría fin. La exposición “Proyecto ADN” –escena bella en su visualidad e inquietante en el tema que aborda- es, más allá de circunstancias policiales, políticas y médicas, la puesta en obra de una reflexión sobre el enigma de la finitud.
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