Sergio Rojas
Ciertamente, el paisaje no es naturaleza en sentido estricto, sino naturaleza corregida, como alguna vez lo señaló acertadamente Poe. Dedicado a la subjetividad, el paisaje es la puesta en obra de una distancia en virtud de la cual el lugar se proyecta en profundidad, en correspondencia con eso que la estética idealista denominó la contemplación. En esta obra, Corvalán reflexiona el paisaje, lo pliega sobre sí mismo mediante una ironía: el paisaje como una escenografía al interior de la galería. El paisaje pictórico es convocado aquí, pero no como una cita de la historia del arte, sino más bien de la “historia del hombre”, exhibida pedagógicamente tomando al museo como verosímil. De esta manera, Corvalán vuelve sobre un tema que ha sido recurrente en sus obras: el cuerpo como lugar de ejercicio de la violencia en donde ésta se da a leer, pero también en donde la violencia puede resultar absorbida, asimilada y hasta borrada por la política del presente. En efecto, el museo implica la conservación y exhibición clasificada del pasado, al modo de una memoria hecha de objetos y documentos. Pero implica también la “custodia” de ese pasado contra la “mala interpretación” del presente, que podría borrar o ignorar las diferencias temporales, los distintos espesores epocales.
En cierto sentido, el museo suspende la temporalidad de las cosas, las rescata del flujo que las corrompe y sumerge en el olvido. Pero también la lógica museal detiene el curso del tiempo en virtud del cual ese cuerpo y su circunstancia de muerte se podrían todavía relacionar con el presente en el que lo encontramos y contemplamos. Es decir, el museo en su neutralidad epistémica asegura la inscripción de ese cuerpo en un tiempo otro, “su” tiempo, discontinuo con respecto al nuestro. Entonces, aún cuando bien podría decirse que el mundo opera a favor de un tiempo cronológico lineal –y además, por cierto, narrativo-, se trata de una poética que ha incorporado la impronta de la finitud. Toda existencia se constituye en su interrupción.
La momia –al igual que ocurre con el fósil- refiere en nuestro imaginario moderno una pieza de museo, haciendo de éste su lugar propio. Es como si el proceso natural de momificación consistiera desde un comienzo precisamente en la producción de esa pieza, para ser exhibida en la vitrina de un museo. El espesor natural del cuerpo momificado exhibe su distancia temporal con respecto al presente. Pero ocurre algo extraño con la momia, es como si no fuese del todo un cadáver. En efecto, una momia es el significante caído de un relato: es un hecho natural y también un documento de barbarie. En su postura de miedo, de temblor congelado, hay también algo de resignación, como si en ese resto de cuerpo (en ese individuo del cual sólo ha quedado su cuerpo como resto, como lo que todavía queda cuando todo se ha perdido) se hubiese sedimentado también, como un enigma, la conciencia que tendría lugar en el instante mismo de la muerte. Ese cuerpo momificado, ahora en un museo, objeto máximamente protegido y dispuesto para una infinita contemplación y compasión, fue el violento resultado de la máxima exposición en la intemperie.
¿Cómo opera en su impudicia la palabra “welcome”, atravesando aquellos restos, imprimiendo con su limpia fosforescencia una extraña violencia? Involucra, en su productiva ambigüedad, al espectador como cómplice. Como se sabe, los museos colaboran poderosamente en la producción de la imagen turística de un país, exhibiendo la singularidad de éste a una mirada en tránsito, indiferente y ávida a la vez. “Free Trade Ensambladura” pone en escena la producción de esa “experiencia”, envasada y dispuesta para su consumo estético. Sugiere acaso que un país podría llegar a convertirse en una gigantesca reserva de cosas enterradas. El paisaje desértico como escenografía es la metáfora de una especie de “memoria bajo tierra”. Si por obra del artista el desierto ha devenido “ecosistema”, si la naturaleza es sólo artificio, entonces estamos ante una construcción en medio de la desolación.
El desierto es la presencia del cuerpo desaparecido. Diversos nombres designan lo que yace abajo: lo profundo, lo inconsciente, lo básico, lo olvidado por terrible o por impertinente, y entonces hasta su misma desaparición terminaría por desaparecer.
He allí la consumación del olvido o, lo que es lo mismo, la fatal edición de la memoria. Cuando el pasado ha de ser desenterrado, el oficio del arqueólogo-forense es también una política de la distancia, que repite el límite entre un tiempo y otro, ahora como discontinuidad entre lo que hay bajo tierra y lo que sigue transcurriendo sobre ella. La superficie de la tierra –como suelo y olvido- es el límite a partir del cual el presente “se relaciona” con el pasado, como éste con su catástrofe, correspondiese a la historia de otro, en todo caso, la historia del alguien que ya no está.
En sentido estricto, más que una crítica a las políticas con que la democracia ha administrado el terror que las antecede en nuestra historia, se trata más bien aquí de la puesta en obra de la fatalidad con la que el pasado se cierra sobre sí, tras la patética pero inocente ignorancia de los sobrevivientes.
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