Demian Schopf
La trilogía de obras que Máximo Corvalán presenta durante el presente año – tan sugerente como ácidamente denominada “Bestia Segura” -, se ubica en un polo ético y temático, creo, relativamente inédito en el arte joven chileno de los últimos años. Corvalán inicia su recorrido con la exposición “Alguien vela por Tí” en Galería Metropolitana, ubicada en un “barrio marginal”, emplazamiento que le pretende dar su origen y sentido “político” y “cultural” a este proyecto galerístico: ampliar determinado circuito artístico a una zona periférica de la ciudad. El montaje consistió en la disposición de una silla de salvavidas, dos “barreras de contención” – constituídas por 82 sacos de arena – y una proyección de video (que salía de un montículo formado por estos mismos sacos para expandirse sobre el muro metálico de la galería, mostrando lo grabado con una cámara durante un recorrido nocturno por zonas periféricas de la anegada urbe, durante una lluviosa noche de invierno). La asociación entre sacos de arena y anegamiento es bastante fácil y dirigida, no obstante la silla, gracias al pertinaz ensamblaje de una baliza a ésta, más que hacerme pensar en playas y mares, me recordó a los dispositivos – formalmente idénticos – instalados hace algún tiempo por el alcalde Lavín en el centro de Santiago, en donde un monitor provisto de una radio y anteojos larga vista debía informar a carabineros de posibles asaltos que ocurrieran en los paseos peatonales de la comuna.
Luego Máximo Corvalán prosiguió la trilogía, “avanzando” hacia el interior del centro político e histórico de la ciudad de Santiago – donde la Ilustración, es decir el proyecto pipiolo, nunca “tuvo lugar” – e instalándose en la Galería Balmaceda 1215, sala que se contextualiza dentro de un circuito galerístico dependiente de organismos estatales, sin fines de lucro y supuestamente destinado a exhibir obras que se enmarcan dentro de las tendencias más experimentales, menos convencionales de la escena nacional y que no serían acogidas en las galerías comerciales. Si bien creo que estas categorías merecen ser repensadas, justamente a propósito de su real utilidad a las obras que en ese circuito se exponen, es indudable que forman parte de la mitología ética que lo configura y le daba sino su sentido, al menos su argumento y legítima razón de ser a estos espacios no condicionados por el mercado del arte.
En esta segunda ocasión con la obra ”Obediencia Debida”, Corvalán dispuso una estructura construída por cañerías de acrílico transparente, por donde circulaba una ratón blanco de laboratorio sobre un plinto desde cuyo “interior” se desplegaba sobre el muro, la proyección de una cámara que recorre el esófago humano para estacionarse en el estómago y posteriormente salir de las entrañas y volver a las manos del médico.
El tercer movimiento de Corvalán habrá de concluír en la Galería Animal - galería con propósitos comerciales emplazada en el barrio alto (“centro comercial” del mercado del arte chileno) – con la instalación “Bestia Segura”. Aquí se instalará una cama formada por los mismos tubos de acrílico transparente empleados en “Obediencia Debida”. La estructura tendrá forma de cama, digo, pero por ella circularán no uno sino varios ratones (al igual que en la obra anterior; la metáfora entre laboratorio y entraña se confunde y se entrecruza ténue y sutilmente). La cama, más que hacerme pensar en laberintos, Hamsters y juegos para niños, me recuerda a la “parrilla”; método empleado por los androides de la DINA – la “Dirección Nacional de Inteligencia” de Pinochet – para “electrificar” a los prisioneros durante los interrogatorios, y así arrancarles descarga a descarga lo que los agentes querían oír. Por supuesto los ratones estarán siendo filmados por una cámara de vigilancia, emblema más que sugerente respecto del panoptismo de la dictadura militar. Sobre los ratones no haré más comentarios. Creo que no le harían justicia a las refinadas insinuaciones de Corvalán.
Su recorrido es análogo – por no decir idéntico – al de numerosos artistas. Sin embargo es en este punto, que quiero retomar lo que creo constituye la especificidad y marca distintiva que literalmente “desmarca” la incipiente producción de Corvalán de la de buena parte de sus pares generacionales. Hay que señalar enfáticamente que Corvalán se ha concentrado en algo así como el reverso inscriptivo negativo de la lógica cultural del capitalismo tardío en la cultura popular chilena de la actualidad, y en la oficialidad que se complace en las mayorías silenciosas y los Malls de La Florida. Podría decirse – por usar una metáfora graciosa – que Corvalán ha sabido distinguir entre ketchup y sangre, – pues una cosa fomenta el olvido y otra activa la memoria – o que al menos ha sabido reconocer la relación dialéctica entre ambos, en el contexto amnésico que acompaña la proliferación de Malls y Mc Donalds en la periferia santiaguina. En lugar de subrayar, enfatizar o deformar obsesiva y sesgadamente los rasgos más inmediatamente perceptibles e ”internacionales” de esta verdadera “prótesis cultural del neoliberalismo”, ha reconocido que esta operación está acompañada del peligro crítico que conlleva esta disposición frente al fenómeno: contribuir a la ilusión de que la “totalidad” efectivamente es unívocamente legible y clausurable como tal desde ese universo cultural. Algunos están dispuestos a pagar este precio epistemológico con tal de producir obras de fácil y rápida inscripción en el espacio del arte internacional, pero Corvalán no pertenece a esa especie de artista exitista. Si bien esto último, retomando lo de la totalidad, me parece una cuestión abierta a la discusión – dependiendo del concepto, más o menos ortodoxo, de ”totalidad” que esté en juego -, creo que la insistencia de Corvalán sobre fenómenos como el anegamiento y sus alusiones “veladas” a la tortura (pienso en la imagen de ese ratón recorriendo las entrañas y tuberías de acrílico, entraña de mujer o parrilla para asar socialismo) nos da al menos una señal sobre una necesaria “re-localización” – histórica y epistemológica – para pensar críticamente la inscripción de ese fenómeno cultural en nuestro pais, cuestión que a veces se echa de menos.
Todos sabemos de los costos históricos de la implantación violenta del neoliberalismo en Chile – una “Revolución Capitalista de Derecha”, como diría Moulián. El anegamiento, la tortura y el panoptismo, resultan entonces piezas claves para leer el impacto histórico de esta revolución (que prosigue “silenciosamente” – en la amnesia de algunos y la ingenuidad crítica de otros -, por parafrasear a sus ideólogos neoliberales) en el Chile actual- y su (no tan) alucinante prótesis cultural compuesta de luces y consumismo. La alusión a las sillas de Lavín nos remite primariamente a la noción de política como espectáculo. Sin embargo, en un nivel secundario, la práctica de la vigilancia – ahora convertida en Show publicitario por el joven alcalde – nos vuelve a recordar la práctica sistemática del Terror durante los años más duros de la Dictadura Militar. No nos engañemos, el espectáculo no es un producto de la transición, pués creo que la cara de Pinochet ataviado de gafas oscuras y rostro feroz, sumado al impacto social y psicológico de la “desaparición sistemática”, constituía también – a su modo – un espectáculo terrorífico, destinado a mantener paralizada a la ciudadanía. Igualmente sagaz – si queremos pensar en “la otra cara de la moneda” – deviene la alusión al anegamiento que afecta al callamperío que circunda al Mall. Se trata de un movimiento simple pero inteligente, en la medida en que Corvalán es quizás el primer artista que ocupa la Galería Metropolitana de manera consciente respecto al entorno de ésta. En jerga académica se diría que la instalación de Corvalán es la primera instalación realmente “site specific” que he visto en el último tiempo (puesto que la especificidad no se agota en meras consideraciones formales, sino que atiende también a cuestiones de índole temática). Se trata de una zona que – por su cercanía con el Zanjón de la Aguada (canalización fallida y precaria del río Maipo – que cada invierno se desparrama por los barrios pobres de Santiago) – frecuentemente es víctima de anegamientos.
Ahora bien: ¿que tiene que decirnos la silla de Lavín respecto de los anegamientos sino que éstos mismos están destinados a ser devorados por la espectacularidad de reportajes que aparecen y desaparecen tan rápido como las mismas lluvias, las políticas públicas “gestionadas” a este respecto o la misma silla de Lavín? Tal como el ratón de laboratorio “activa” “veladamente” el recuerdo de la tortura -, como polo negativo que remite al terrorismo de estado – esta silla que entra en contacto con esos sacos alude también veladamente a los dos ejes – objeto y superficie de inscripción – mediante los cuales se puede pensar la lógica cultural del capitalismo tardío en nuestro pais. Proceder en sentido contrario me parece menos falso que drásticamente parcial, puesto que no se discrimina así entre los diferentes rasgos de la existencia social. Si se reduce de manera típicamente “culturalista” la experiencia del capitalismo tardío a la televisión, el supermercado, el Mall, el estilo de vida y la publicidad, se silenciarán otras actividades o experiencias en una actitud erráticamente homogeneizadora, pues las personas que sufren anegamientos o son evangélicos fervientes también ven televisión, van al Mall y son objeto de la publicidad. No es útil, torpísimo incluso, por lo tanto, limitarse a la televisión o la publicidad como si hubiera ahí una “forma única” de subjetividad (o de no-subjetividad).
En ese contexto resulta demasiado evidente la falsedad de la idea de que el ciudadano típico del capitalismo tardío es un abstruso televidente como bien lo sabe la clase dominante, ya que el alienado televidente se unirá pronto a un piquete de escolares si ve en peligro el precio de su pase o desarrollará una “actividad política” si el gobierno piensa instalar un vertedero de basura al lado de su jardín. En este sentido el “cinismo de izquierda” y lentamente el cinismo posmodernista (una tendencia que en nuestro país debe ser localizada, definida y clasificada en el ámbito de la plástica) – que sólo se limita a describir o exacerbar los rasgos más evidentes de la lógica cultural del capitalismo tardío – resulta, aún sin proponérselo, cómplice con aquello que le gustaría creer a las fuerzas ideológicas dominantes: que ahora todo va por sí sólo, que toda forma de resistencia crítica es devorada al instante por el poder unívoco de la banalidad, el consumo y la diversión, y que el capitalismo avanzado borra – mágicamente – todo rasgo de subjetividad crítica y con ello toda modalidad de ideología.
Es evidente que todo sistema político y económico debe proveer de sentido a la población (más aún si la gran mayoría es explotada, exprimida y sobrevive en condiciones más bien escuetas, por no decir míseras). Es visible que estas fuentes de sentido se constituyen en la lógica del consumismo, la cultura del instante y la política gestionada que se ocupa de “los problemas reales de la gente”. Pero es también tristemente visible que un arte que se limita a exagerar esos rasgos, muy a su pesar, no contribuirá precisamente más que a éso: tender un manto fosforescente de oscuridad sobre todo aquello que se le escapa a la provisión de sentido del sistema imperante y cooperar con la falsa imagen de que la existencia social se agota precisamente en esos parámetros exagerados, como si no hubiera otra cosa que voladeros de luces, espectáculos delirantes y fuegos artificiales en el cielo y en la pantalla. Pero bueno, “en la noche del espíritu todos los gatos son grises”, y Corvalán se ha dado cuenta de esto, y no parece demasiado dispuesto a abandonarse a un nihilismo tan fácil como cansino. No cabe duda – entonces – de que las estrategias críticas debieran ser repensadas, y que, en ese contexto resulta productivo pensar que en el caso de Corvalán más que importar donde se expone, resulta más agudo preguntarse como se expone en diferentes lugares.
La rentabilidad crítica de las “instalaciones” está precisamente en eso: en el modo de instalarse y en el “qué” de lo que es instalado, según una pertinente interpretación de lo que condiciona los espacios exhibitivos que recibirán la exposición.
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