Sergio Rojas
“Traen a casa ruidos distantes de guerra, así como el hedor de hogares asolados y aldeas arrasadas, que recuerdan a los instalados qué engañosa debe ser la seguridad de su asentamiento”.
Bauman: Vidas desperdiciadas (2004)
La globalización del capital y la trama planetaria de las redes digitales de información generan en el presente el efecto de una realidad única, una especie de realidad sin afuera en la que habitamos la totalidad de los seres humanos (“global”, “planetaria”, “mundializada”, son términos que hoy se han hecho frecuentes). Pero considerando el hecho de que la economía globalizada ha allanado las fronteras nacionales, sería verosímil la imagen contraria, a saber, que sólo ha quedado el afuera: la realidad habría devenido en una vasta exterioridad del tamaño del planeta. En cualquier caso, lo paradójico es que, para la circulación de los seres humanos, de sus corpóreas existencias, las fronteras no solo se han mantenido, sino que incluso se han multiplicado. ¿Cómo entender esto? Parece innegable que hoy en el mundo se impone progresivamente el ethos de una universal inclusión, una herencia del Humanismo Ilustrado. Sin embargo, la dinámica de la desigualdad que, en un régimen de competencia generalizada, parece ser inherente al capitalismo global, envía permanentemente a millones de seres humanos hacia “afuera”. En efecto, aunque el denominado Capitalismo Mundial Integrado, utilizando la expresión de Félix Guattari, carece objetivamente de un afuera (pues ha conquistado toda la superficie explotable del planeta, e incorporado en los procesos de producción y consumo el desarrollo de la subjetividad), existe una suerte de exterioridad desterritorializada en la que se encuentran las “subjetividades corporeizadas” a las que les ha sido inhibida la condición de sujetos. Con gran dificultad los individuos se reconoces como parte integrante de la realidad en la que habitan e intentan cotidianamente mantenerse en esta condición. Pero la inestabilidad de esta situación amenaza con replegarlos hacia sus cuerpos, triturando la densidad subjetiva de las esperanzas, de los proyectos, de las expectativas, recluyéndolos así en el día a día de la sobrevivencia. En esto consiste precisamente ser acorralado en el propio cuerpo, cancelando toda dimensión de tiempo futuro. En la teoría del colonialismo que Frantz Fanon desarrolló hace ya más de medio siglo atrás, afirmaba la contraposición absoluta entre el colono y el colonizado, una contraposición arraigada en un orden ontológico de existencia. En efecto, “el mundo colonizado –escribió Fanon– es un mundo cortado en dos”. Esta afirmación expresa lo esencial de su teoría de la violencia: el colono y el colonizado no viven en el mismo mundo, pero tampoco se trata de “dos mundos”, pues existen en una misma realidad, en la que se hayan estructural y violentamente relacionados ambos espacios. “La zona habitada por los colonizados no es complementaria de la zona habitada por los colonos. Esas dos zonas se oponen, pero no al servicio de una unidad superior”. En este sentido, podría decirse que el colonialismo es un no-mundo, porque el grado de violencia ejercido para mantener las relaciones de poder es tal que el orden se sostiene sobre la aniquilación de la conciencia del colonizado, no pudiendo este de ninguna manera llegar a subjetivar como natural (como mundo) una realidad que se sostiene sobre el dolor de su cuerpo. Algunos aspectos de esa fenomenología del dolor desarrollada por Fanon pueden aplicarse a la realidad del mundo en el presente, económica e informáticamente globalizado. En el caso de la migración forzada, estas personas no vivían en un mundo que de pronto decidieron libremente abandonar, sino que en cierto modo se encontraban ya en un no- mundo, debido a que, producto de las guerras, de las sequías, de las persecuciones raciales o religiosas o simplemente por la absoluta imposibilidad de ingresar a un mercado laboral demasiado restringido, ya habían sido expulsadas. El afuera está donde los migrantes se hayan, la exterioridad absoluta acontece allí en donde un ser humano ha sido empujado hacia su cuerpo como su único lugar, el propio cuerpo como salvaje exterioridad. Entonces el migrante “indocumentado” lleva consigo la exterioridad, la intemperie.
El capitalismo constituye hoy el orden planetario, ¡y funciona! El punto es que requiere de la totalidad del planeta para funcionar, una magnitud extrema desde la cual no es posible juzgar si, respecto en cada caso a las condiciones particulares de la existencia humana, funciona “bien” o “mal”, porque en cierto sentido su medida ya no es lo humano. Lo tremendo consiste precisamente en que la realidad del mundo ha llegado a ser una sola, diversa, injusta, violenta, bella, heroica, miserable, y es a partir de este espiral que la realidad se hace inimaginable a la vez que las fronteras proliferan por doquier debido a que el afuera se multiplica. Como señala Bauman: “procesos típicamente modernos, tales como la construcción del orden y el progreso económico, tienen lugar por todas partes y, por tanto, por todas partes se producen ‘residuos humanos’ y se expulsan en cantidades cada vez mayores”. En consecuencia, miles de seres humanos luchan desesperadamente por llegar a aquellas zonas en las que la realidad “funciona”, territorios de alguna manera exitosos en al marco de la economía global. La búsqueda de trabajo y, en general, de condiciones básicas de existencia, empuja a estas personas hacia el planeta. Emergen y se multiplican entonces las fronteras.
La idea de frontera se ha naturalizado en el imaginario occidental como un límite que fija visual y administrativamente la separación entre lo mismo y lo otro, como un lugar de control de los desplazamientos humanos entre el interior y el exterior. La frontera está entonces asociada a la imagen de gruesos muros edificados en altura, controles policiales, sistemas de vigilancia y de protección contra todo tipo de peligros que acechan sobre el cuerpo y la mente. Sabemos que la frontera no ha de ser necesariamente una línea, pues corresponde originariamente a un territorio, en donde distintos sistemas de referencia y parámetros culturales se tocan, se confrontan y se superponen. Considerando esto, la frontera sería, ante todo, una zona de contacto, dando lugar a relaciones de interculturalidad y multiculturalidad. La noción de “trazo mutable” que da el título a la exposición de Máximo Corvalán-Pincheira, hace referencia justamente al carácter siempre relativo de ese límite que separa lo mismo y lo otro, nosotros y ellos, los de acá y los de allá. Sin embargo, la experiencia concreta y cotidiana de la frontera impone más bien una prepotente diferencia interior/exterior (nunca entre “interiores”), en que alguien desea ingresar al mundo desde un lugar que en más de un sentido constituye el afuera. En este sentido, las fronteras que visan el ingreso, marcando la diferencia entre el adentro y el afuera, se proyectan mucho más allá de los pasos fronterizos. Las fronteras en un mundo globalizado no se edifican animadas por el odio, sino por una desesperada indiferencia; el otro, el extraño que desde el otro lado quiere ingresar, no es propiamente un enemigo, sino alguien de cuya existencia “los establecidos” simplemente no quieren saber. En las zonas “civilizadas” se presiente la catástrofe que por doquier se reproduce, una sensación de incertidumbre socaba solapadamente nuestra confianza en el concreto y el neón sobre el que hemos edificado nuestra situación. Así, el racismo que imprime una mácula de origen en el cuerpo del otro, esconde el miedo que acecha al régimen de lo establecido. Frente al sujeto cuya intimidad coincide con los límites de la propiedad privada, el cuerpo del otro exhibe como una amenaza la carencia, su condición de necesitado y, por lo tanto, la inquietante situación de urgencia en la que se encuentra. El otro ha traído su cuerpo hasta acá, viene desde la intemperie y es la prueba en carne viva de que el afuera existe y está en todos lados; qué duda cabe, los inmigrantes constituyen un retrato negativo de la globalización.
La existencia del muro –real o imaginado– es también expresión del miedo a perder el horizonte de una supuesta referencia identitaria (social, cultural, racial) que permite diferenciar entre “nosotros” y “ellos”. Parece inherente a la acción de marginar a aquel que “no es de aquí” el prejuicio de que este no sólo tiene su lugar en otra parte, sino que su manera de sentir y de pensar se identifica en todo sentido con un territorio del que no puede salir, aunque ahora se le reconozca caminando lejos de su lugar de origen. Se lo juzga entonces como sumido en la fatalidad de los apetitos y de las ganas, y por ello se lo percibe como estando más cerca de la naturaleza. Al “nosotros” que ejerce su carta de ciudadanía comienzan a molestarle incluso las formas en que los foráneos, los migrantes, expresan su alegría y organizan sus placeres. Se trata en último término de la naturaleza misma como una forma de “identidad” domiciliada en lo simplemente común, en que un supuesto peso del territorio de origen (paisaje, costumbres, relatos “ancestrales”) priva al otro de la posibilidad misma de la experiencia y de nuevos saberes, dado que nunca podría abandonar su lugar.
El acto de cruzar la frontera traza una dirección no sólo en el espacio, sino también en el tiempo, pues ese acto suele tener el carácter de lo irreversible. No existe una continuidad de sentido entre la historia que queda atrás y el futuro incierto que con ese acto de sobrevivencia se inicia. Pero mientras se está en medio de la travesía, el anhelado nuevo inicio aún no existe, el viaje no es todavía el comienzo porque esto es precisamente lo que se busca, la posibilidad de inaugurar un tiempo otro y finalmente poder comenzar.
Navegando en frágiles embarcaciones, cruzando de a pie territorios alambrados, escondidos en vagones de carga, detenidos y apartados en terminales de buses o aeropuertos, los migrantes indocumentados carecen de identidad ciudadana, no residen en ninguna parte; en la época de la igualdad universal, no son sujetos de derechos. Vendiendo cualquier cosa en las esquinas, hacinados en espacios inhabitables, esperando en largas filas los papeles que legalicen su estadía, los migrantes están todavía en pleno viaje. Como precisa Bauman, los refugiados están literalmente fuera de la ley en cuanto tal.
Entonces surge la pregunta: ¿son acaso sujetos de su propia experiencia? La intemperie es un doloroso padecimiento físico y moral, y cabe preguntarse en qué condiciones podría considerarse eso como una experiencia, pues esto implica la subjetivación de lo padecido, su incorporación como la memoria de alguien que puede contar su historia.
¿Puede hablar el subalterno?, se preguntaba Spivak en un célebre artículo de 1988. Es necesario reflexionar críticamente el hecho de que podamos acceder a las condiciones fácticas del sufrimiento en la voz inmediata de quienes padecen. Precisamente porque dicha “inmediatez” es un efecto que invisibiliza la operación mediante la cual se le da la palabra a alguien para que hable de una realidad concreta que ejerce su negación como sujeto, como si nuestra expectativa fuese la de escuchar una voz que viene desde el cuerpo, desde la intemperie. Spivak cuestiona lo que señala como “la benevolente apropiación y reinscripción, por parte del Primer Mundo, del Tercer Mundo como un Otro”. El intelectual que habla en nombre de los que luchan por su vida, finalmente solo se representa a sí mismo; sin embargo, darle la palabra al otro podría corresponder al paradójico propósito de escuchar al que no tiene voz, es decir, escuchar la voz de un no-sujeto. Tras este gesto aparentemente horizontal y dialógico, está el riesgo de operar la jerarquía sujeto/objeto que reduce al inmigrante a la condición de recurso contra la filosófica crítica del sujeto occidental.
La subversión de aquella ingenua violencia epistémica implica, ante todo, poner en cuestión la representación del otro como alguien que requiere ser asistido para arribar a la condición de sujeto o festejado como una especie de embajador cultural de “la diferencia”.
Lo que vemos y oímos en la exposición “Trazo mutable”, de Máximo Corvalán-Pincheria, es la forma en que estas personas han elaborado el dolor, manteniéndose, incluso en mitad del viaje, no solo entre las cosas, sino también, y, ante todo, en el ámbito del sentido.
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